¡Sábado! Lo mejor de despertarse este día es sentir que no tienes
nada que hacer. El reloj no suena y puedes estar un ratico más en la cama
estirándote. Sin embargo, hay algo que yo no puedo ignorar y es el llamado de
mi estómago que ya a las diez de la mañana ronca como autobús viejo pidiendo
algo más que agua. En casa no hay nada para rellenar la arepa ni el pan ¿Iker
quieres desayunar cachitos?
La respuesta es afirmativa y vamos a una panadería de Colinas de
Bello Monte. El día está soleado y perfecto como para ir a la playa. Me encanta
vivir acá. Me siento en la ciudad pero a la vez en un pueblo. Escuchas desde la
guacamayas surcando el cielo caraqueño, hasta el autobús que va a Petare y
puntos intermedios, sin olvidar nuestro maravilloso cerro El Ávila que viéndolo
desde mi ventana se ve espléndido, a pesar del aviso del Aladín donde anuncia
su nuevo precio de 500 Bs.
La Miguel Ángel está llena de panaderías pero Iker quiere la
pastelería española donde sirven cachitos dulces con un tipo de masa distinto
al tradicional. Mala suerte, sólo quedan empanadas y nos toca ir a la panadería
de al lado. No se ve mal. Tiene mesitas rojas de Coca Cola donde hay señoras
hablando, niños que corren alrededor, señores que siguen con la mirada los
traseros de adolescentes que usan shorts debajo de la nalga y una abuela
solitaria con un bastón que sólo ve la gente pasar.
—Yo quiero un Croissant de jamón y queso crema y un juguito de
naranja ¿Tú Iker? —No lo duda y pide lo mismo. Es que se ven tan bonitos en su
bandeja, ni muy blancos, ni muy tostados. Están sacados de programa de cocina —Son
60 Bolívares— dice la cajera, una de esas señoras de 40 años que se reúsan a
envejecer usando unas lycras grises de animal print. Nos sentamos y comienzo a morder
mi croissant. Está suavecito tal como lo imaginé. Tomo un trago de jugo de
naranja y olvido que estoy acompañado. Veo todo a mi alrededor. Esto parece una
postal viviente. La luz es hermosa y la gente que está frente a mí está de
foto. Los tres señores que bucean chamitas comentan entre ellos, supongo que
las virtudes y desvirtudes de las adolescentes.
—Tiene mucho queso crema— dice Iker pero cuando le pregunto si
pedimos otro para compartir sonríe afirmando. Me levanto, pago y lo pido.
Mientras espero, una muchacha y un señor pelean con una mosca que está dentro
de la vitrina y se pasea sobre los profiteroles de chocolate. La señora de
lycras de animal print deja su caja y se va a golpear la vitrina para aturdir y
sacar la mosca. Me entregan el croissant y me siento en la mesa.
Bebo otro trago de jugo de naranja y le doy un mordisco a la mitad
de croissant que tengo. Veo a la gente paseando a sus perritos e Iker
interrumpe mi contemplación cuando me dice —No quiero que veas porque estás
comiendo pero no me vuelvo a sentar aquí— Me río y miro hacia la señora de
bastón que limpia su asiento con una servilleta —¡Se meó la vieja! Coño Iker,
yo tampoco— le respondo mientras la señora registra en su cartera buscando
papelitos y volantes para limpiar la silla y dejarla sequita y lista para que
alguien se siente más tarde. Ella se va y le veo la falda mojada cuando se
aleja. Recuerdo las palabras de mi mamá que dicen “Yo como sucio cuando no
sepa, por eso como siempre en mi casa”. Verga mamá, creo que empezaré a hacer
lo mismo.