“Cuando uno va por la calle no debe mirar
pa’ los lados”. Una frase lapidaria que mi mamá me la ha dicho tantas veces y
yo, por rebeldía o por ser distraído, no suelo poner en práctica. Me distraigo
con todo y por lo general, salgo a buscar algo y regreso con otra cosa.
El centro de Caracas es un lugar para
caminar y tener los ojos puestos en mil cosas: La calle para no caerse, en tus
cosas para que no te las roben, en la gente para no tropezarse y en las tiendas
para encontrar lo que buscabas, no sin dejar a un lado lo que queda de esa
ciudad de casas hermosas y de techos rojos.

Paredes pintadas de verde esmeralda
contrastaban con vitrinas de madera marrón y turquesa. Sentadas detrás de uno
de los mostradores estaban dos señoras muy elegantes que me saludaron
amablemente. Pregunté por los marcos y detrás de mí entró alguien que preguntó
por la balanza. Costaba 50 mil Bs. Después de que el desconocido se fuera supe
que los marcos costaban 50 Bs. Pagué por uno y volví a mirar la tienda mientras
esperaba por el cambio.
No dudé en preguntar por qué cerraban.
Pilar, la más conversadora de las hermanas, comenzó a contar. “Ya estamos
viejas y por aquí nos conocen como las abuelitas. Ya las cosas no están como
antes”. A pesar de que estaban radicalmente cambiando su estilo de vida, y que
a cualquiera eso le deprime, Pilar no dejaba de sonreír. –Está bien cerrar
ciclos– le dije yo siguiendo su conversación. No sé cómo ni de dónde vino el
deseo de Pilar de seguir hablando y comenzó a relatar su historia. Conchita, la
otra hermana, sólo escuchaba sentada en una silla.
“Yo soy de Galicia y llegué de España con
catorce añitos a trabajar. Trabajaba por La Marrón en una zapatería. Usaba unas
mediecitas blancas y siempre fui obediente. Si me mandaban a limpiar los
zapatos lo hacía. Años después me dijeron si quería vender joyas y me vine a
este local. Me daban la mercancía y si la vendía, la pagaba. Si no, la
devolvía. Todo eso fue por la confianza y por las ganas de trabajar”.
Entró una señora y se lamentó de que la
joyería donde ella compraba su bisutería ya no iba a estar. Pilar tomo mis
palabras y le respondió que estaba bien cerrar ciclos. “Son treinta y ocho años
acá. En el 89 compramos en local y eso fue trabajando duro y ahorrando, porque
a eso vinimos a este país. Yo soy hija de campesinos que me enseñaron a
trabajar. Trabajaban como los andinos y están en el cielo, porque eran tan
buenos que estoy segura de que allá están”.

Salí con la cliente y ambos vimos el marco
de nuevo. Tenía un escrito de Paulo Coelho cuya frase final decía “La vida es
una sola y vale la pena vivirla de buena manera”. No me encanta Coelho, pero
por casualidades de la vida, ese texto me recordó a Pilar y a Conchita.
La cliente regresó a comprar uno de los
marcos. Quizás quería llevarse un recuerdo de la tienda donde compraba sus
zarcillos. Yo seguí caminando esta vez más seguro de que está bien mirar pa’
los lados. A casa me llevo un pedacito de la historia de esas hermanas, de La
Esmeralda, la sonrisa de Pilar y su bendición, porque me la dio.