viernes, 30 de enero de 2015

Mirando pa' los lados

“Cuando uno va por la calle no debe mirar pa’ los lados”. Una frase lapidaria que mi mamá me la ha dicho tantas veces y yo, por rebeldía o por ser distraído, no suelo poner en práctica. Me distraigo con todo y por lo general, salgo a buscar algo y regreso con otra cosa.

El centro de Caracas es un lugar para caminar y tener los ojos puestos en mil cosas: La calle para no caerse, en tus cosas para que no te las roben, en la gente para no tropezarse y en las tiendas para encontrar lo que buscabas, no sin dejar a un lado lo que queda de esa ciudad de casas hermosas y de techos rojos.

Hoy caminaba por la calle del costado de la Catedral hacia el bulevar de San Jacinto y un papel pegado en una vidriera llamó mi atención: Vendo vitrinas. Guiado por mi pasión de recoger corotos viejos me acerqué a la tienda. Me sentí como Holly Golightly frente a Tiffanys. Había una balanza antigua y cuatro marcos de madera exhibidos.

Paredes pintadas de verde esmeralda contrastaban con vitrinas de madera marrón y turquesa. Sentadas detrás de uno de los mostradores estaban dos señoras muy elegantes que me saludaron amablemente. Pregunté por los marcos y detrás de mí entró alguien que preguntó por la balanza. Costaba 50 mil Bs. Después de que el desconocido se fuera supe que los marcos costaban 50 Bs. Pagué por uno y volví a mirar la tienda mientras esperaba por el cambio.


No dudé en preguntar por qué cerraban. Pilar, la más conversadora de las hermanas, comenzó a contar. “Ya estamos viejas y por aquí nos conocen como las abuelitas. Ya las cosas no están como antes”. A pesar de que estaban radicalmente cambiando su estilo de vida, y que a cualquiera eso le deprime, Pilar no dejaba de sonreír. –Está bien cerrar ciclos– le dije yo siguiendo su conversación. No sé cómo ni de dónde vino el deseo de Pilar de seguir hablando y comenzó a relatar su historia. Conchita, la otra hermana, sólo escuchaba sentada en una silla.

“Yo soy de Galicia y llegué de España con catorce añitos a trabajar. Trabajaba por La Marrón en una zapatería. Usaba unas mediecitas blancas y siempre fui obediente. Si me mandaban a limpiar los zapatos lo hacía. Años después me dijeron si quería vender joyas y me vine a este local. Me daban la mercancía y si la vendía, la pagaba. Si no, la devolvía. Todo eso fue por la confianza y por las ganas de trabajar”.

Entró una señora y se lamentó de que la joyería donde ella compraba su bisutería ya no iba a estar. Pilar tomo mis palabras y le respondió que estaba bien cerrar ciclos. “Son treinta y ocho años acá. En el 89 compramos en local y eso fue trabajando duro y ahorrando, porque a eso vinimos a este país. Yo soy hija de campesinos que me enseñaron a trabajar. Trabajaban como los andinos y están en el cielo, porque eran tan buenos que estoy segura de que allá están”.

Y sí, yo como siempre le dije que era andino. Pilar siguió hablando de su vida y de cómo una señora de Los Andes que planchaba y vivía en Chapellín la recibió cuando llegó a Caracas. Me entregó el marco, el cambió y me deseó suerte. Yo hice lo mismo con ambas hermanas.

Salí con la cliente y ambos vimos el marco de nuevo. Tenía un escrito de Paulo Coelho cuya frase final decía “La vida es una sola y vale la pena vivirla de buena manera”. No me encanta Coelho, pero por casualidades de la vida, ese texto me recordó a Pilar y a Conchita.

La cliente regresó a comprar uno de los marcos. Quizás quería llevarse un recuerdo de la tienda donde compraba sus zarcillos. Yo seguí caminando esta vez más seguro de que está bien mirar pa’ los lados. A casa me llevo un pedacito de la historia de esas hermanas, de La Esmeralda, la sonrisa de Pilar y su bendición, porque me la dio.