Ya Carlos Andrés había caminado bastante de frente y dando la
cara. Ya los campesinos decían “primero Dios y después Carlos Andrés”, ya la
gente había ido bastante pa’ Mayami
gracias a las bonanzas petroleras. Del lado de los Gudiño, ya mi abuelo había
salido de la cárcel después de haber estado contrabandeando madera ¿Gracias a
quién? Pues a Carlos Andrés, y así su retrato se ganó el sitial de honor en la
sala de la casa familiar.
Cuando leí Cien años de
soledad supe que había crecido en la versión boconesa de la casa de los
Buendía, sobre todo con el comienzo del capítulo cuatro: “La casa nueva, blanca
como una paloma…” Y es que así era la casa de los Gudiño, blanca, inmaculada y
montada sobre una pequeña colina que se veía imponente desde la carretera y
desde la bomba. Para llegar a ella había que atravesar un gran patio y subir
unas escaleras que tenían un techo natural formado por unas matas de
Trinitaria. El color morado contrastaba con el blanco de la casa y le daba un
aire único y elegante.
Al entrar había un pequeño porche con unas sillas de mimbre y unos
helechos colgantes que hacían que este lugar siempre estuviera fresco a pesar
del sol de las tres de la tarde. En la sala había un reloj de péndulo colgado
en la pared que sonaba cada quince minutos. Del otro lado un tocadiscos para
que las muchachas se entretuvieran con la música y rezaran el Santo Rosario en
la tarde. También un televisor que compró el abuelo Marcelino en el 69 para ver
el aterrizaje del hombre en la luna. Para sentarse había unas banquetas de
madera nada cómodas que a la abuela Emilia le estorbaban para barrer y las
muchachas odiaban porque no podían sentarse a echar cuentos como Dios manda.
Para agradecer aquel gran favor con el contrabando de madera, el
abuelo invitó a Carlos Andrés a la casa a manera de agradecimiento y él fue.
Días antes la abuela y las tres muchachas pensaban en las banquetas incómodas,
viejas y rayadas que servían de muebles. La abuela refunfuñaba sola, pero no se
atrevía a mencionar nada por miedo a su esposo. “Marcelino se pone bravo” era
una frase recurrente en la casa por lo que el silencio y el respeto era una
virtud familiar y si el jefe de la casa no disponía de algo, no se hacía.
Ya se acercaba el día de la gran visita y todos se habían
resignado a que el Dr. Pérez se sentara en las viejas banquetas donde se aplastaba
todo el mundo, hasta la gente que venía del Llano y los obreros con sus
pantalones sucios. Estos eran los argumentos de Aura, la mayor de las hijas que
tenía una extrema obsesión por la limpieza. La segunda de las hijas, Yolanda,
había planeado con la ahijada del abuelo, Juanita, una estrategia para comprar
unos muebles decentes y acordes a la ocasión.
Un día después del almuerzo, Yolanda y Juanita esperaron a
Marcelino en la sala. Con confianza, pero a la vez con el respeto que merecía
el gran patriarca, le comentaron que aquellas banquetas eran muy feas e
indignas de tan ilustre e importante visita. Mientras Marcelino pensaba en
silencio, por la cabeza de Yolanda pasó aquel horrible momento de su infancia
cuando tuvo que ir al la escuela con unos cuadernos grandes, manchados y con un
toro dibujado por la parte de afuera que decía El Bolivariano. Pensó que pasaría lo mismo y que terminarían
eternamente sentadas en las horribles banquetas de madera. El abuelo no se puso
bravo, sino que aceptó y les dio algunos cobres para ir a Boconó y comprar unos
buenos muebles donde Miliani y la acotación de “Si hace falta plata, que me lo
anote”.
Temprano al día siguiente bajaron Yolanda y Juanita a Boconó. Ya
casi a medio día volvieron con tres butacas forradas en cuero vinotinto y patas
blancas con una mesa de madera y mármol. Bajaron los muebles y acomodaron la
sala con ayuda de los obreros. Cuando Marcelino subió a comer se paró en la
puerta de la sala en silencio. La abuela Emilia, las tres hijas: Aura, Yolanda,
Soraya y la ahijada Juanita se quedaron de pie y en silencio en la sala
mientras veían a Marcelino a contra luz esperando a que dijera algo. Dieron las
doce y cuarto, entró a la sala, se sentó en los nuevos muebles y dijo: “Esto es mucho camisón pa’ Petra”.
Emilia corrió a la cocina y Marcelino fue tras ella a almorzar.